Cecilia Salazar de la Torre
La creación de la universidad moderna se dio en el contexto de estructuras políticas construidas para garantizar las conquistas democráticas y la libertad individual en el mundo moderno. En ese intersticio, los sujetos toman posición y deliberan en igualdad de condiciones sobre cuestiones que son de interés público, a través de mediaciones institucionalizadas. La universidad forma parte de ese espectro, especializándose en la formación de expertos para el gobierno de un país y la producción de explicaciones y expectativas sobre las diversas dimensiones de su vida social, económica, política y cultural. De un modo muy concreto, Gustavo Rodríguez planteó que esa relación se reduce al esquema “a tal Estado, tal universidad”. Veamos lo que eso ha significado en Bolivia, señalando un elemento conceptual de fondo: las discontinuidades y contradicciones entre estructura económico-productiva y superestructura político-cultural que caracteriza a los países atrasados como el nuestro.
Un primer contrasentido está en la creación de la universidad boliviana en el seno del contexto oligárquico, desde 1832, al influjo de los valores de la revolución francesa. Esto supuso el despliegue de una estructura profesionalizante de carácter liberal, pero para sostener los privilegios de la clase terrateniente y feudal, especialmente desde el campo del Derecho, desde donde se daban las disputas legales en torno a la propiedad de la tierra. Además de lo que eso significó en términos políticos, el corolario fue una condición reflexiva que, como remarcara Kant, está basada en preceptos normativos, que hacen de la repetición y la memorización el fundamento de toda argumentación y que priva de conciencia crítica y autónoma a los sujetos.
El carácter oligárquico de la universidad pública comenzó su declive cuando, alentados por el movimiento de Córdoba, los jóvenes, especialmente de La Paz y Cochabamba, se sumaron a movimientos socialistas y nacionalistas. El momento culmine de este proceso fue la revolución de 1952 y una nueva fase universitaria, sustentada en la ampliación de la ciudadanía, eso quiere decir, de la libertad individual y de los derechos políticos. En breve, este proceso se reflejó en el ingreso libre e irrestricto a la universidad pública y en la pluralización argumentativa que se generó en su interior, incluyendo la que trajeron migrantes campesino-indígenas cuando se incorporaron a sus aulas.
Desde 1952, la estructura económico-productiva es de carácter desarrollista pero, en el caso boliviano, sustentada en otra discontinuidad: la revolución de 1952 fue asociada a la idea de transformar al país, de uno feudal a otro capitalista, sin un proceso de acumulación burguesa desde el cual se organice el mercado interno y, con ello, la cultura nacional. Esta carencia intentó ser suplida por el Estado y a través de los recursos de la riqueza natural. La deriva, como se sabe, fue (es) la intensa politización de la sociedad boliviana que, organizada en gremios, partidos políticos y corporaciones, disputa el poder estatal para beneficiarse de esos recursos y desde ahí forzar la construcción de la nación, es decir, de nociones básicas en torno al bien común, cosa muy difícil dado el carácter atomizado de la representación. En la universidad pública, su expresión está en disputas entre sus estamentos y la creciente pérdida de centralidad de su función principal que es la docencia y la investigación.
Ante las expectativas que el Estado de 1952 trajo consigo, se han dado dos orientaciones: la primera, vinculada con jóvenes que buscan profesiones técnicas, alentados por una economía basada en recursos naturales. Durante el auge de la minería, las universidades públicas, especialmente de la zona occidental del país, formaron a varias generaciones de ingenieros calificados y comprometidos, con diversas especialidades relacionadas con la minería. Ante los vaivenes cíclicos del mercado de los recursos mineros, estas profesiones se vinieron abajo. Mediado por el mismo Estado extractivista, en las últimas décadas el auge los hidrocarburos llevó al crecimiento exponencial de estudiantes de la Carrera de Ingeniería Petrolera en la UMSA y que hoy se dedican a hacer conexiones de gas domiciliario.
Siendo que la explotación de recursos naturales exige una mano de obra altamente calificada, la otra orientación, más masiva, se relacionó (se relaciona) con profesionales liberales, que buscan tener un empleo en el sector público, como tabla de salvación, dispuestos a someterse a estructuras burocráticas muchas de las cuales los priva de toda iniciativa individual. Como es obvio, esta tendencia tiende a ensancharse en la medida en que, al mismo tiempo, se angostan las posibilidades productivas del país. Una parte muy importante de los profesionales liberales encuentra sus nichos en las estructuras del Derecho, alimentado las formas de relacionamiento en base al pleito que predomina en la sociedad boliviana. Otros siguen el llamado de los criterios utilitaristas de la economía, bajo la noción individualista del “sálvese quien pueda”. Todo esto se ha traducido, invariablemente, en una cultura rentista, poco proclive a los deberes cívicos y la conciencia nacional, que en otros lugares son consonantes con una economía articulada y con capacidad redistributiva.
Sin embargo de ello, la universidad pública ha preservado espacios de formación técnica y crítica de alto nivel, afines a las necesidades del país. Sería imposible dar cuenta de todo ello, pero veamos algunos ejemplos: uno está en las capacidades desarrolladas en la facultad de ingeniería de la UMSA, de la que se han titulado expertos en los problemas de riesgo que presenta la ciudad de La Paz. Otro en la Facultad de Medicina, cuya participación en el diagnóstico y proyecciones de la pandemia del coronavirus ha sido de primera línea. Lo mismo la Facultad de Ciencias Puras y Naturales, donde Biología y Física han alcanzado prestigio internacional. Más cercana a nosotros, está la Facultad de Humanidades, en la que brilla la formación en Literatura e Historia, sin mencionar el esforzado recorrido de las carreras de Trabajo Social, Antropología y Sociología en la Facultad de Ciencias Sociales. En medio de todo ello, la universidad pública ha formado también profesionales calificados para el ámbito público y privado.
Ahora bien, ante las dramáticas evidencias que está trayendo la pandemia del coronavirus, se está instalando en el sentido común, y ojalá en el de los políticos, la necesidad de revolucionar nuestro modelo de desarrollo en pos de un Estado del Bienestar, que esté acompañado por la variable medioambiental y enfrente los desafíos de la transformación tecnológica y productiva y de la masiva presencia del trabajo no asalariado en Bolivia. Nuestra universidad, a pesar de sus carencias y problemas, tiene condiciones para contribuir a la transformación el Estado en esa dirección y a partir de eso, transformarse a sí misma, tanto por su espíritu público, que la remonta persistentemente a sus compromisos con la sociedad, como porque ha producido conocimiento en torno a ello.
En un próximo artículo profundizaremos en una de las aristas de este nuevo desafío: la importancia del cuidado de la vida, como pilar del Estado del Bienestar, y el rol de la universidad pública en su desarrollo.
Mg. Cecilia Salazar de la Torre. Docente investigadora del CIDES- UMSA. Coordinadora de la Maestría en Estudio Feministas.